No estás sola

Dejé caer el bolso sobre la silla y cerré los ojos, "toma aire profundo, bota por la nariz, toma aire de nuevo, y bota..."

—Rivera. 

—González —contesté casi de inmediato a su escueto saludo. Por encima de mi hombro lo vi continuar su camino hacia su modulo de atención al cliente. Tiré de mi silla, quité el bolso y me senté tras mi escritorio. 

Abrí la última gaveta y forcé al pesado accesorio a entrar. La cerré de una patada. Al alzar la cabeza me encontré con su indescifrable mirada marrón, seguía en su puesto, como todas las mañanas de todos los días desde que se había acabado.

Tras una fuerte exhalación, descargó su atención en el monitor. 

Mi corazón golpeaba fuerte dentro de mi pecho, en tanto ordenaba las pocas cosas en el escritorio. El sonido del computador encendiéndose y las voces de algunos compañeros, me sirvieron de fondo en mi faena. 

Estiré los brazos y mi torso, fijé la mirada en mi pantalla, el celular se iluminó. Con temor, revisé la notificación entrante. No era de él. 

Exhalé con alivio. 

Me sequé las manos con disimulo en el pantalón oscuro del uniforme. Estaba sudando y no era por calor, sino por miedo. El mismo que me hacía un vacío en el estómago y descontrolaba mi corazón, que me hacía temer a las notificaciones de mi celular o mirar en su dirección cada vez que captaba algún movimiento en su puesto. 

Mi terapeuta decía que pasaría. Yo estaba segura de que no. 

Pestañeé varias veces y forcé una sonrisa en cuanto un cliente se sentó frente a mí. 

Mi rutina diaria había sido salpicada por aquellos comportamientos temerosos desde hacían quince días, cuando Mateo González, el hombre con quien trabajaba desde hacía un año y con quien sostuve una corta, apasionada y tormentosa relación de dos meses, rompió conmigo.

Seguí la charla ensayada para el asunto que me comentaba el cliente mientras mi mente repasaba la razón por la que él cortó la relación: no se sintió amado. 

Bastante vaga, la verdad, pero los seres humanos tenemos diversas sensibilidades y si bien no lo hice con intención, el asunto es que a él le dolió y me lo estaba haciendo pagar.

Despedí al cliente satisfecho, tomé agua y presioné el turno que seguía. Me solté el cabello y reacomodé la coleta alta, le sonreí al nervioso nuevo cliente y procedí a escucharlo. 

Era atractivo, al sonreír se perdían sus ojos, cosa que me resultó lindo. 

La sonrisa en respuesta afloró por sí sola. 

Asentí varias veces, tecleé en medio de la gestión y él parloteó todo ese tiempo, me hizo reír en varias oportunidades y luego se fue, contento.

El celular vibró y de forma descuidada abrí para ver de qué se trataba, casi lo dejo caer por la impresión. El cuerpo volvió a tensionarse mientras leía su mensaje: "Aún me sorprende cómo es que no vi la clase de persona que eras. Estaba ciego, definitivamente. O confiado en que eras diferente conmigo porque era especial, que idiota fui. Te deshaces en risas con un desconocido mientras a mí... Ya qué." 

Tomé agua, luego de bloquear el celular. Me obligué a no mirarlo, sabía que estaba esperando que lo hiciera, por eso presioné el botón del otro cliente. Escuché un cajón cerrarse con fuerza en su dirección, y, a pesar de que me estremecí en mi puesto, no lo miré. 

Mateo González jamás me puso una mano encima, nunca me gritó, fue siempre dulce, atento, amable, bueno. O al menos eso pensaba yo. Mi sicólogo me hizo ver lo que ocultaba, lo que no vi a tiempo, lo que obvié y que ahora salía a flote en forma de acoso, llevándome a esa crisis de nervios. 

Forcé de nuevo la sonrisa y atendí a la pareja que solicitaba un traslado de su servicio a la nueva vivienda que acababan de comprar. 

Me ahogué varias veces con mi propia respiración descontrolada, cada latido del corazón lo sentía en mis oídos, no exagero. Me estremecía, como las olas que rompen en las costas, unas veces más fuertes que otras. Me quedé en blanco en varias ocasiones sin las respuestas ensayadas, y sudé el doble. 

Me empezó a doler el pecho. Me sequé el sudor, y negué con la cabeza a los clientes que estuviera mal. El celular volvió a vibrar y lo tiré en la gaveta sin revisarlo. 

Me aclaré la garganta, miré a mis clientes que ya no hablaban emocionados, estaban callados, esperando algo. Maldije en mi interior, no los había escuchado y tendría que preguntar para saber qué querían. 

El cliente que él atendía se levantó y de inmediato miré en su dirección, con los ojos abiertos como un animal en peligro. 

Mateo González no me miró, siguió en su rutina, en tanto yo me desmoronaba de a poco. Sus mensajes adoloridos, sus llamadas a deshoras, los mensajes en los buzones de mis redes, sus audios acusadores y esa fingida indiferencia frente a los demás. Todo eso era su jaula: me había abierto la puerta, pero se negaba a dejarme ir. 

Me mordí el labio inferior rebosada de impotencia, paralizada del miedo. Entonces, unos fríos y vacilantes dedos tocaron los míos por sobre la mesa.

Al revisar de quién se trataba, mi clienta me sonreía desde su silla, inclinada un poco hacia mí. "No estás sola."—aseguró—" Si necesitas espacio..." Lo negué de inmediato y traté de continuar el trabajo, pero la pantalla me era borrosa por las lágrimas que empañaban mi visión. Esta vez, fue su mano la que tomó la mía. "No te presiones" —dijo—"No tenemos prisa." 

Asentí con suavidad, agradecida por aquel apoyo inesperado. La sonrisa no salió forzada, aunque no fue tan amplia. Igual la pareja la correspondió. 

De reojo vi el cajón donde había confinado su elemento de tortura. Seguía vibrando con intervalos muy pequeños. 

—Puedo ayudarte a cortar la cadena, si lo deseas. Por experiencia sé que no es sencillo, pero se puede —afirmó ella. La observé por segundos, mientras el celular seguía atormentándome. 

Y decidí creerle. No tenía nada más que perder, estaba cansada de aquella tensión, necesitaba una solución pronta o colapsaría. Saqué el celular, temblando y lo desbloqueé. 

—No los leas. No dirán nada nuevo —insistió la joven. Su gesto confiado fue un respiro en medio de aquella tormenta. Su pareja asintió a su lado. 

Respiré profundo, y abrí la única aplicación en la que aún lo tenía, desde donde me enjuiciaba y me castigaba, día tras día.

Sin pensármelo mucho, aferrada a la cuerda de salvación que me ofrecía el momento, borré sus mensajes sin leerlos y lo bloqueé. Envalentonada fui a la aplicación de spam y añadí su número en la lista negra, por último, borré su contacto. 

Puse el celular sobre el escritorio, respiré varias veces, una más profunda que otra, hasta que pude exhalar con verdadero alivio, incluso sonreí un poco. Esta vez más genuino, menos grande, más real. 

—Felicidades. Has cerrado esa puerta. Él no podrá entrar y tú, óyelo bien, no lo dejarás volver. —Apretó mi mano mientras me hablaba, su mirada castaña estaba fija en la mía, dándome todo el valor que necesitaba en ese momento para dejar de estremecerme como una hoja en aquella ventisca orquestada por mi ex—. Volverá a intentarlo, —continuó ella—, pero recuerda que ya no puede llegar a ti. No importa lo que haga, lo que diga, lo que planee, fracasará, porque tú seguirás andando. No mirarás hacia atrás, porque tú no vas en esa dirección. ¿O me equivoco? 

—No —murmuré por primera vez desde que se sentaron—. No hay nada para mí en ese lugar. 

—Exacto. —Retiró la mano de la mía tras un último apretón, y se enderezó con ese gesto confiado que yo repliqué sin proponérmelo. 

Los tres exhalamos y reímos. Les agradecí, me disculpé y pregunté de nuevo por su asunto, y  volvieron a contarme emocionados los detalles de su aventura. Esta vez los escuché, mi cabeza no giró ni un solo segundo a pesar de los ruidos y los movimientos. 

Era libre, por primera vez en quince días, era libre. 

Lo último que hizo esa mujer por mí esa mañana de miércoles, fue darme una tarjeta de un grupo de apoyo, y con ello repitió: no estás sola. 

Autora
Ana Reales Herrera

Comentarios

Entradas populares